Caído del cielo. Diksha Basu o las dos caras de Nueva Delhi

No se si será la magia de sus callejuelas, la filosofía de sus gentes o el aroma de sus especias, pero a mi Oriente me pone.

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Me ponen sus comidas, su cine (el gran Bollywood), sus atavíos, sus trajes, sus costumbres (a ver, todas, todas, lo que se dice todas sus costumbres, no; todo aquello que trata sobre las diferenciaciones entre hombres y mujeres no solo no me gusta sino que me irrita profundamente).

Y no me pone nada, pero nada de nada, su música. Esa, mire usted por donde, lo que me pone es de los nervios. Es más justo enfrente de la ventana de mi dormitorio tengo una academia de baile oriental. La de veces que he estado a punto de bajar con el pijama, cruzar la calle, entrar en el edificio, tocar el timbre y, en cuanto me abrieran, acercarme a a ventana y cerrarla de golpe porque si, porque les da por poner la música de címbalos, crótalos y otros instrumentos de corte esdrújulo a toda pastilla. Con la ventana abierta de par en par y dale que dale a la danza del viente, servidora, desde su casa, se sube por las paredes.

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En fin, que eso no es lo importante, que aquí lo que vamos a es a la novela de Diksha Basu, escritora y actriz ocasional natural de Nueva Delhi. Este es su primer libros y los derechos de adaptación los ha adquirido ya la mismísima Paramount Tv.

Nos vamos a Delhi, una de las ciudades más populosas de la tierra. Allí encontramos una urbanización de clase media donde viven varias familias que comparten los olores, los sonidos y la convivencia a través de un patio comunal en el que se celebran todo tipo de reuniones.

Los Jah son una de esas familias. El padre es propietario de una pequeña Start up, la madre un ama de casa típicamente india y el hijo, Ruptha, está becado en una universidad (secundaria, no de la Ivy League) de Nueva York para hacer un master en economía.

El título «Caído del cielo» hace referencia a lo que esa frase significa para la cultura oriental, que viene a ser (mas o menos) lo mismo que para la nuestra: que es algo inesperado, que no se ha trabajado, buscado y, mucho menos, merecido. Eso es lo que les pasa a los Jah, a quienes, sin comerlo ni beberlo, les llueven veinte millones de dólares producto de la venta de su pequeña empresa a una gran multinacional informática. Ese dinero es el que cambiará sus vidas, para bien, para mal o para ni se sabe.

Lo primero que provocará es la «obligación» de trasladar su residencia del barrio habitual a uno de los más selectos de Delhi. Pero no todo (ni solo) estriba en cambiar de casa. Ello supone, a su vez, el cambio de coche, de vestuario, muebles, amigos, servicio…. O lo que es lo mismo, cambiar tu vida. Porque lo que es aceptable en un barrio de clase media no lo es, en absoluto, en una urbanización de lujo, Y mucho menos es una sociedad tan elitista como la india.

El señor Jah está pletórico, feliz como una perdiz, encantado de haberse conocido. Por fin el destino le ha otorgado lo que el considera justo. Otra vida. Sin privaciones, limitaciones o cortapisas. La señora Jah no lo está tanto. A ella ya le venía bien la vida de antes. Es una mujer tradicional, de la que se compra los sarís de buena calidad y, además, se los plancha. Acostumbrada a su vieja vivienda se hace una reflexión que a mi, personalmente (dada mi afición a fotografiar todos los huecos en las paredes que se me pongan por delante), me ha parecido enternecedora: las ventanas de su antigua casa daban a la calle, al ruido, a la vida; las actuales dan al silencio, a la sombra de los árboles, a la nada. ¿A que es bonito?

Y asi, como buena oriental, Diksha Basu reflexiona ella, y nos hace reflexionar a nosotros, sobre si realmente queremos lo que creemos querer y si estamos dispuestos a pagar por ello. Porque una cosa es soñar y otra, muy distinta, vivir. Que todo tiene un coste y  que antes de embarcarnos deberíamos tener muy claro si el precio está ajustado a lo que «compramos» o es verdaderamente inasumible.

Capítulo a capítulo se van desgranando envidias y admiraciones, amistades y conveniencias, apariencias y realidades.

Y, por si no tuviéramos poco con todo ello, Diksha nos lleva también a Nueva York de la mano de Ruptha, el hijo, para quien todo ese cambio también va a suponer una alteración en su forma de vida y en su concepción de la misma. Y allí, de nuevo, vuelve a sacar el gran tema en los escritores orientales de hoy: el conflicto cultural entre oriente y occidente, la aceptación o no y la adaptación al medio o el fracaso.

Y es que no hay nada que salga gratis, Sin no lo es lo que tenemos que conseguir con nuestro esfuerzo-dinero, mucho menos lo será aquello «caído del cielo».

Un libro que se lee bien, en el que no caben las grandes tragedias, los amores eternos o los psicópatas irreductibles. Una historia sobre gente normal (todo lo normal que puede ser al que le caen veinte millones del cielo) con vidas y problemas normales.

Una escritora que se centra en lo cotidiano para separar el grano de la paja. Para separarlo ella y para que lo separemos nosotros.

Una visión de la India actual de una mujer que apunta maneras para ser una gran narradora al estilo de Anita Nair o Jhumpa Lahiri.

Una historia simpática y triste a la vez.

Como la vida misma.

Hasta el jueves (o no)

LA SEMILLA DE LA BRUJA, Margaret Atwood, o a vueltas con El Proyecto Shakespeare y La Tempestad

Hace unas semanas reseñé un libro de Anne Tyler, Corazón de vinagre. En el indicaba que era una versión muy libre y actualizada de La fierecilla domada de William Shakespeare.

Con motivo de la conmemoración del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Guillermo¹  Shakespeare, se pone en marcha The Hogarth Shakespeare (El Proyecto S.) que en España se inicia con la obra de Jeanett Winterson, El hueco del tiempo, una versión libre de Cuento de Invierno.

En principio, se pide la colaboración de diversos autores internacionales de prestigio para que adapten las obras del dramaturgo inglés a la sociedad contemporánea, dando una visión de reacciones, caracteres, posiciones vitales y sentimientos que poco, o nada, tienen que ver con lo que ideó el gran escritor.

Si, además, nos hacemos eco de la teoría que Shakespeare no «escribió» sus obras tal y como las conocemos ahora, sino que estas últimas son productos de transcripciones y transcripciones de tradiciones orales a lo largo de los siglos, el reto es tremendo. Me explico. Parece ser (dicen algunos autores, que yo de esto entiendo poquito, poquito), que el teatro es un género literario vivo. Esto es, se modifica cada vez que un actor declama un parlamento. El gesto, el giro, la entonación, pueden hacer cambiar el contexto de una frase o el sentido de una palabra (este tema también lo utilizó José Carlos Somoza en La Dama número 13 cuando hablaba del poder de declamar el «verso» en condiciones). Bien, (céntrate, Nita, que la tempestad la tienes tú en las neuronas) decía que Shakespeare escribía las obras de teatro, asignaba los papeles a los actores quienes adaptaban sus personajes a sus propias personalidades, cambiaban texto, incluían lo que hoy se conoce como «morcillas», discutían reacciones con el autor…, y así, poco a poco, la obra primigenia se transformaba en algo distinto (más o menos parecido) en el momento del estreno.

Entonces, alguien (que no era William) transcribía la obra y la guardaba. En el momento de la siguiente representación, se volvía a repetir el proceso de modificaciones (más o menos literales) del texto. Y así, sucesivamente, hasta que se imprimieron los primeros ejemplares, lo que no llevó a cabo el mismo autor por motivos puramente económicos (repito que hablo por boca de gente muy lista y muy inteligente, que afirma lo que yo indico aquí con una rotundidad pasmosa). La propia Margaret Atwood hace alusión a esto que acabo de comentar en uno de los fragmentos de la obra. La semilla de la bruja, basada en La Tempestad.

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Vamos con ella

Margaret Atwood, a la derecha del texto. No necesita presentación. Escritora canadiense prolífica, comprometida, premiada y elogiada hasta lo insospechado en autores vivos. Premio Príncipe de Asturias de las Letras en el 2008 (¡Olé ahí nuestros galardones!) y una de las eternas candidatas al Nobel (y aquí me enfado mucho, pero a la Academia Sueca mi cabreo monumental, le trae completamente al pairo). A esta escritora se le encarga la versión de La tempestad, una de las obras menos conocidas de Shakespeare y entonces, esta buena mujer, se lía la manta a la cabeza y se «atiza» un libro sorprendente, La semilla de la Bruja en el que hace una disección total de todos y cada uno de los personajes de la obra teatral original, trasladándolos a una penitenciaría donde (mire usted por donde), rizando el rizo de rizadas tramas argumentales,  van a tener que interpretar La tempestad.

Entre tos y tos, ventolín y paracetamol, servidora comenzó a leer la novela de Doña Margaret (a quien ya conocía de antemano) con la placidez de la convalecencia. JA.

Debo reconocer que me resultó mucho menos sencillo de lo esperado, probablemente por el hecho de no haber leído previamente (confieso con toda la vergüenza del mundo) La Tempestad. Ante esa carencia de base para poder «entender» a la Sra. Atwood en toda su plenitud, tuve que tomar cartas en el asunto y me dije a mi misma: Mimisma, aparca a la Margaret y cógete al William. Así pues, rodeada de Kleenex, papel, bolígrafo, un lector electrónico con la obra shakesperiana original y el iPad con La semilla de la Bruja, conseguí que la fiebre volviera a subir a 38’8º, soñar con un Calibán transformado en un monstruo del Lago Ness venido a menos y una Miranda con más similitudes a una campeona olímpica de Taekwondo que a una damisela del siglo XVII.

Argumento de La semilla de la bruja: Félix es un director teatral que tiene como misión la organización de uno de los festivales anuales de teatro que se reproducen por cualquier punto de la geografía mundial. En este caso estamos en Canadá, país natal de la autora. Su obra estrella de este año es La Tempestad. La versión más rompedora, iconoclasta y brutal que se haya conocido hasta ahora. Tanto que le llega el despido antes de que pueda llevarla a escena.

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Felix se auto-exilia en una pequeña población, alquila un cuchitril y se reinventa en el Sr. Duke, un profesor jubilado de literatura que se compromete con la penitenciaria de la localidad para impartir unas clases de literatura y teatro para presos de baja peligrosidad.

Una serie de circunstancias provocan que, por fin, pueda dar rienda suelta a la versión tan elaborada y ansiada de La tempestad.

Ese es el punto de partida para que la Sra. Atwood se atreva (a través de su Sr. Duke, ni más ni menos, a:

  1. Reinventar a los personajes shakesperianos trayéndolos al Canadá del S. XXI
  2. Dotarles de unas características personales propias que, en ocasiones, son incluso incompatibles con las de los personajes que van a interpretar.
  3. Permitirles que varíen el texto en todo aquello que les parezca poco creíble, desfasado o irracional.
  4. Exigirles una inmersión total en la trama (también es verdad que se está hablando siempre de unos personajes/actores con algo en común: la falta de libertada -por estar encarcelados los segundos y «naufragados» los primeros-)
  5. Demandarles, al final de la representación y como trabajo que cuenta un quince por ciento de la nota, que cada uno elabore un texto en el que expliquen como ven a los personajes una vez finalizada la acción, a telón caído. En ese futuro que todos elaboramos al final de muchas de nuestras lecturas: ¿Qué habrá pasado con…?

Todo ello sirve de arma al profesor Duke para que lleve a cabo su taimada venganza, elaborada y cocida a fuego lento durante su largo periodo de exilio voluntario.

Así pues, de la mano de M. Atwood, volvemos a los viejos y conocidos temas del amigo William: lujuria, ambición, venganza, poder, celos, amor…

Que esta mujer haya hecho esto con esta obra no me deja más que una palabra:

¡HALA!

Que Margaret Atwood haga esto con William Shakespeare denota un conocimiento exhaustivo de esta obra de teatro², una capacidad analítica de la psique humana de la que ya había dado muestras con anterioridad y una confianza en si misma que para mi la quisiera.

Uno de los grandes, grandes, grandes. Pone el listón muy alto a los otros participantes en el proyecto, a saber:

  • Howard Jacobson: El mercader de Venecia
  • Tracy Chevalier: Otelo
  • Gillyan Flynn: Hamlet
  • Jo NesbØ: Macbeth (mato por esa lectura, ya)
  • Edward St. Aubyn: El Rey Lear.

Ahora es cuestión de esperar otros textos y otros autores. Nuestro viejo y querido William ya está aquí.

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¹ No es una falta de respeto, sino una alusión a una obra de teatro maravillosa de Carlos Llopis, que ya se atrevió a versionar su Romeo y Julieta en «Lo que no dijo Guillermo», en 1953.

² No hay más que ver las acotaciones y referencias al final de la obra

CASTELLAMARE, o La Isla de las mil historias, o la maldición del llanto.

«Tengo que elegir un libro». Ese es el momento que todo buen lector teme. Elaboramos listas monstruosas de «pendientes»: por autores, por género, por países, por épocas históricas. Ahora toca una historia negra francesa, ahora quiero un British decimonónico, que me gustan muchos. Una buena novela negra americana. Uf, la de tiempo que hace que no le «meto mano a un nórdico» (en el buen sentido de la palabra)

Ese «tengo que elegir un libro» es lo que hace que, después de una lectura que nos ha tocado, que se ha dejado un poquito de ella en nosotros y un poquito de nosotros en ella, todo buen lector se retire a su «sillita de pensar» o su «cuarto oscuro» particular, con esas listas y empiece a marear. ¿Y ahora qué leo? ¿Me decanto por algo que no falle o me lanzo a la piscina de los autores por descubrir? Porque si, yo tengo una lista de escritores por descubrir que, de vez en cuando, se empeñan en hacerse un hueco a codazos entre los ya consagrados, vendidos, leídos, adorados o malditos. Esta gente joven que empieza con una novela y ¡ZAS! el descubrimiento del año. El libro que te marca. El narrador ante el que te descubres y le rindes pleitesía eterna por los siglos de los siglos, amen.

Otras veces, es el libro el que te elige a ti. Ese es un tema planteado en varias ocasiones. ¿Por qué un libro te asalta en un momento determinado de tu vida y descubres que ESTE y no otro era su momento? Es la narración la que te elige, estoy convencida. Los duendes de los libros son juguetones y, hoy por hoy, se desplazan por la fibra óptica de nuestros PC como antes lo hacían en las alas de una mariposa, o un gorrión.

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Pues toda esta tontería viene a cuento porque andaba yo un día dándole vueltas a eso de «a ver que leo ahora» y, de repente, asoma entre tanto título y tanta historia esta chica rubia, de ojos azules y sonrisa juguetona (con hoyuelos en las mejillas, como yo) y me un toquecito en la hombro guiñándome un ojo.

Pues esta chica se llama Catherine Banner y es una millenial británica que le ha dado por escribir historias. Tiene una fantasía que ya la quisiera Doña Imaginación Desmedida, (quien, lejos de estar celosa, está encantada con esta nueva amiga) y una sensibilidad que ya me gustaría.

El libro en cuestión se llama La isla de las mil historias. Castellammare, Sicilia. ¿Islas mediterráneas? ¿Mil historias? ¿Escritoras por descubrir? Así que me dije a mi misma: «Mimisma, igual es el momento de este libro» y Mimisma me contesto: «No te las des de lista, Nita, que ha sido ella quien te ha encontrado a ti».

Y es verdad.

Ha sido el título que me hacía falta en este  momento personal en el que más necesitada andaba yo de ternura, de sonrisas, de lágrimas, de gente buena, de gente mala (pero en el buen sentido de la palabra malo, es decir, de las buenas malas personas, que las hay a patadas). De aislamiento, de comunicación. De soledad, de amigos. De autosuficiencia y de colaboración.

Así que, ni corta ni perezosa, di un salto en el tiempo y me marché, de la mano de Catherine (no me atrevo a llamarla Cathy todavía) a la Sicilia inmediatamente posterior a la Gran Guerra. A una isla perdida en sus alrededores tan pequeñita, que el ejército aliado de la II G. Mundial, la descubrió bastante después de invadir Italia).

Es una isla que, de entrada, tiene una maldición encima: la de las lágrimas. Las piedras lloran, las casas lloran, pero los vecinos están tan acostumbrados a esas lágrimas, a verlas y escucharlas, que han pasado a formar su propia comunidad dentro del pueblo.

Allí llega Amedeo Espósito, médico con la extraña afición de ir recogiendo «historias» y apuntándolas en un cuaderno, después de la I Guerra Mundial. Un médico que ha escuchado a moribundos en las trincheras contar viejas leyendas de sus pueblos, un hombre que aprendió a ejercer con la presión de las balas y los gritos de los heridos. Un hombre que busca un lugar donde olvidar la guerra. Así llega a Castellammare, un paraje apartado donde nunca ha habido un médico, pero si hay un cura, y un maestro y un pescador (más de uno, pero Beppe es muy importante) y Guisepina, una anciana medio ciega que es la que lo ve todo, lo escucha todo y lo sabe todo. Y la mujer del conde. Y Pina. Y cabras (porque ya que ha llegado un médico a la isla, que digo yo que igual da una oveja qu803-9_isla_de_las_mil_historias_la_website.jpge una mujer, ¿no?, que a la hora de parir…)

Y por esas calles tan estrechas y polvorientas, en ese pueblo al que se accede subiendo una cuesta que lo aleja del mar, de las playas y de las cuevas plagadas de calaveras y huesos blanqueados por la sal, llega también el fascismo. Y ese fascismo se lleva a los hombres jóvenes, y trae a prisioneros de guerra. Y en las aguas de esas islas hay naufragios, y llegan náufragos. Y se integran, o no. Y se esconden, o se quedan a la luz.

Y en ese pueblo hay una casa, que se llama La casa al borde de la noche, porque si te plantas en su terraza cuando el sol se ha marchado a dormir, ves unas pequeñas luces tililantes a un lado (Sicilia) y, al otro, la oscuridad más absoluta de un mar que no tiene más que agua hasta las costas de África. Porque esa casa está al borde de la oscuridad, y porque, curiosamente, es la vivienda del pueblo donde más brilla la luz. Y porque en esa casa, en un momento determinado que tampoco voy a describir, Amedeo y Pina montan un bar, y alrededor de ese bar pasa todo el pueblo y todas las historias de ese pueblo. Y se cuentan los cotilleos, se brinda por los recién nacidos y se brinda por los muertos. Y porque en ese bar nos tomamos un café italiano como Dios manda, de los de olla de toda la vida. Y nos bebemos un aranccino y un limoncello. Y, mientras escuchamos las historias que nos cuenta Catherine Banner a través de los habitantes de Castellammare, escuchamos el golpeteo de las fichas de dominó de los ancianos sobre la mesa del rincón, la que cogen siempre, en la que están desde la sobremesa hasta que anochece y tienen que volver a que sus mujeres les den la cena.

Y a través de las calles vemos pasar la historia de Castellammare y de sus vecinos.  Desde el final de la I Guerra, hasta ya entrado el siglo XXI. Y conocemos mejor a la familia Espósito. Los primeros, los que llegaron después, los que se marcharon y no retornaron, los que se fueron para volver y volver a marchar. Los que sobrevivieron y los que murieron.

Y, junto a ellos, vemos crecer a Concetta y asistimos, asombrados, a descubrimientos que van a cambiar la vida del pueblo, unas veces para bien y otras para mal.

Y acompañamos a Amedeo cuando sigue recopilando historias, y vemos como la morena y espesa trenza de Pina, pierde brillo, color y hasta densidad. Y conoceos a sus hijos, y a sus nietos.

Y llega la modernidad. Y el televisor desplaza al rincón a la vieja radio en la que se sintonizaba la BBC, y llegan los turistas. Y se abre un banco, y se inaugura un hotel. Y llega la bonanza, y vuelve la crisis…

La vida.

La vida en un pueblo mediterráneo.

La vida en la que el sol mata a las moscas del mismo aburrimiento.

La vida que se cuenta a la sombra de los olivos, en voz baja, para que no se entere nadie, pero a la persona que sabes que la va a difundir.

Los secretos de alcoba y las alcobas de secretos. Los silencios escondidos que gritan a pleno pulmón cuando ya nadie los recuerda.

En fin, que he pasado unos días en Castellammare muy entretenidos. He conocido a personajes interesantísimos, me he aficionado a las «bolas de arroz», un aperitivo italiano que cura cualquier disgusto y es capaz de soltar la lengua incluso a los que se resisten a un buen vaso de grappa.

Que lo recomiendo mucho, muchísimo. Más que todo eso.

Pero, también es verdad, que Catherine Banner me eligió a mi y a mi momento personal. Igual no todo el mundo puede pasar unos días en esa pequeña isla y salir tan «tocada» como yo.

Volveré.

Le pongo un lazo de color lavanda igual que le que puse a «La librería» de Penelope Fitzgerald y guardo los dos libros en ese cajoncito mental de «No me olvides, que estoy aquí para cuando me necesites»

El danés que recopilaba tipos raros. Jussi Adler-Olsen.

La otra tarde me preparé para escribir la reseña de «Selfies», la última novla de Jussi Adler-Olsen y su Departamento Q. Y no me salió. Así de fácil. No había forma de dotar de un poquito de sentido a una amalgama de palabras que, individualmente, podían ser más o menos descriptivas pero que, cuando se juntaban en una frase, resultaban inconexas.

Así que me dije a mi misma: «Mimisma, vamos a tener que empezar por el principio» Y así lo decidimos.

Sé que hay muchos lectores a los que no les gustan las sagas, las series, las tetralogías, pentalogías o «latiradelogías» y es muy respetable, a pesar de ello me veo olbigada a romper una lanza por ellas. No se trata de un invento de escritores actuales como medio de garantizarse la venta del siguiente título (que igual si), es una costumbre que se prolonga en el tiempo.
Hace muchos años alguien «inventó» las novelas por entregas. De ahí salieron obras maravillosas de Dickens, de Poe… Se publicaban con una periodicidad relativamente corta y finalizaban de esa forma tan conocida en las series de televisión: ¿Conseguirá fulanito vencer a Zutanito y salvar a la hermosa doncella?» «Lograra la señorita rubia del tacón de aguja convencer a la policía que ella es inocente, porque será un poco ligera de cascos pero incapaz de matar a una mosca y mucho menos a ese señor mayor que le había puesto el piso y comprado el visón y el coche?» y finalizaba con esa palabra tan conocida: «continuará».
Pues bien, ahora lo de las entregas no se lleva (o casi no se lleva) se escriben series de historias con unos personajes comunes (tampoco es tan «de ahora» que Monsieur Poirot o la Señorita Marple» no nacieron en este siglo). Decía, pues, que hay series-sagas.  Y, al mismo tiempo, hay escritores nórdicos, que llegan de países del frío donde las vocales no se usan mucho, y escriben unas novelas negras que destacan en el panorama editorial patrio.
Entre ellos tenemos al señor Adler-Olsen es un escritor danés que en el año 2007 se sacó de la manga un policía atípico. De hecho, parimages.jpga mi es de esa quinta de escritores que mencionaba antes y que terminaron de un plumazo con los detectives americanos (jovenes y perfectos ellos) y con los mediterráneos (ya maduritos, con experiencia y mucho sentido del humor: Carvalho, Montalbano, Brunetti)

Adler-Olsen nos trae de la mano a Carl Mork, el policía que protagoniza la serie. Se trata de un hombre de una edad «indefinida» pero ya curtido en las tareas policiales, que (¡Oh, sorpresa!) ha pasado por un hecho traumático en su carrera. Como no desvelo nada, puesto que se cuenta en su primera novela, ahí va: una operación que resultó un fiasco total, en la que falleció uno de sus amigos-compis y el otro quedo tetrapléjici. Mork salió medianamente «indemne». Y digo medianamete, porque en su vida profesional se le mandó a la reserva con atención profunda del «loquero» (denominación profesional con el que los cuerpos policiales identifican a lo que el resto de la humanidad reconoce como «psicólogos») y en la personal… Buf! Mejor ni entramos en la vida personal de este señor.

El hecho es que, ya que tienen que pagarle un sueldo y en su antiguo departamento de homicidios marea más que un mosquito en agosto, se sacan de la manga el DEPARTAMENTO Q. O lo que es lo mismo, Departamento de Casos sin Resolver.

Al amigo Carl ya le vale ese puesto: está en el pasillo del fondo de un sótano al que no baja nadie nunca, tiene una mesa, un sillón cómodo y la facilidad de echarse una siesta cuando le venga bien. Total, si todo un equipo de homicidios (con la inestimable ayuda de la ciencia forense actual) no ha conseguido solucionar el caso, no van a pretender que lo haga él solo, ¿no?
Eso es lo único que pretende Carl, que le dejen dormitar hasta que llegue la hora de cobrar la jubilación y retirarse. Bastante carga lleva encima como para tener que preocuparse con más asesinatos y similares. No. El ya pagó su cuota. Ahora toca vegetar.
Un día, aparece un arabe cargado con una escoba y un trapo amarillo. Es Assad, un sirio del que nadie sabe nada (y casi que mejor porque lo que deja intuir -¿un pasado en los servicios secretos sirios?- es para quitar el sueño a más de uno),  que se dedica a limpiar y a «ordenar» papeles de una forma curiosa: en un tablón y con un cierto sentido para analizar el caso. También enciende varitas de incienso, prepara una infusión de té con menta, endulzado con tres veces la cantidad de azúcar recomendada por la OMS para ingesta diaria en cada una de las tazas y reza sus oraciones en el cuartito de las escobas con su alfonbrilla «ad hoc».
A Carl le pone nervioso. Su mal acento danés, su confusión con las palabras, sus preguntas inocentes (que llevan una carga de pólvora considerable) y sus incomprensibles parábolas y comparaciones con las actitudes de los camellos de su tierra, le alteran. Mucho. Pero Assad es sagaz, listo y hábil. «Entonces» (así suele empezar sus preguntas el sirio) nuestro poli puede ser vago pero, al fin y al cabo, donde ha habido siempre queda, y aquello de resolver un caso y tocarle las narices a los de «arriba» le pone como una moto.
Total que, cada uno a lo suyo, van resolviendo casos.
El tercer personaje en discordia es Rose. ¡Ay, mi Rose! Unas veces punki, otras gótica y otras damisela decimonónica, es una policía con la que nadie quiere trabajar por su carácter variable, sus ataques de furia y sus verborrea hiriente. Rose llega, como Assad, para trabajos secundarios. En el fondo lo único que tiene que hacer es poner un poco de orden administrativo en el sótano. Pasar los informes al ordenador, búsquedas sencillas, en fin, una secretaria maleducada, mal hablada y maltratada (o eso se deduce) que contribuye, entre grito y grito y entre portazo y portazo, a solucionar más de un problema y a resolver dudas tan sencillas que nadia habia visto la solución, cuando estaba ahí.
Y volvemos a Carl, que ya esta bien, hombre, que el lo único que quiere es que le dejen en paz, que le han mandado a esa pareja que (por el amor de Dios) lo único que hacen es trabajar y trabajar. Que él no quiere. Que le obligan. Que le fuerzan. Que lo dejen tranquilo, que él ya ha cumplido, que ya está bien. Y nada, oye, los otros dos erre que erre. Que si Carl ¿no te has dado cuenta que el supermercado estaba cerrado ese día? que si ¿Ese año no fue el que no nevó casi nada? Y, claro, el pobre, ante tanta pregunta, no le queda otra que ponerse a trabajar y es que, a lo mejor, hasta se da cuenta que le gusta otra vez.
Y tenemos al último personaje en incorporarse al equipo: Gordon. Se trata de un joven alto, delgado (casi transparente), rubio, blanquecino, tímido. Un día bajó a buscar algo y se quedó. Anda un poco enamoriscadillo de Rose, pero, claro, a ver quien es el guapo que se lo dice.
Bien, he aquí al equipo que integra el Departamento Q de la Policía de Compenhague. Todos. Con alguna interacción de los de arriba (alguna vez los listos y, la mayoría, aquellos a los que Dios no llamó por el camino de la inteligencia) analizan, se inmiscuyen, preguntan, revuelven y resuelven todo aquello que se les ponga por delante.
Creo que, después de las presentaciones, solo falta añadir los títulos de la serie y los años de publicación:
1. Departamento Q. La mujer que arañaba las paredes (2011)
2. Departamento Q. Los chicos que cayeron en la trampa (2011)
3. Departamento Q. El mensaje que llegó en una botella (2012)
4. Departamento Q. Expediente 64 (2013)
5. Departamento Q. Efecto Marcus (2015)
6. Departamento Q. Sin limites (2016)
7. Departamento Q. Selfies (2017)
NOTA: Se han rodado varias películas sobre algún que otro libro, pero, quizá debido a la actividad constante de Doña Imaginación Desmedida en mi percepción de la realidad, no me he creído a ninguno de los personajes.
De todas formas. cada uno es cada uno e igual hay seres humanos a los que les gustan esas pelis.
OTRA NOTA: Como todas las series de novelas (o casi) conviene leerlas por orden. La interacción de los personajes en la trama está muy acentuada, la relación entre ellos es fundamental y las experiencias vividas van modificando el comportamiento del grupo. De todas formas, las tramas son independientes.
Para mi una de las grandes series de novelas nórdicas (Jo Nesbo, los suecos -me niego a escribir su nombre- que se sacaron de la manga a Sebastian Bergman- Anne Holt, Mary Jungsted, etc.). Eso si, el sentido del humor del amigo Adler-Olsen está bastante más acentuado que en el resto de sus compañeros. De los citados y de los que se han quedado por el teclado del PC sin que los intercale, mismamente por vagancia personal.
Por hoy ya he cumplido.
El próximo jueves más.
O no…

 

Cómo acabar de una vez por todas con la cultura (Woody Allen dixit)

Una a veces empieza escribiendo de una cosa y al final le da a la tecla de «delete» (borrar) y empieza otra muy distinta. También puede pasar que comience a plasmar una idea (clarísima, por otra parte) y termine afirmando lo contrario (y eso que no me dedico a la política). Un tercer ejemplo es el de no tener puñetera idea de qué es lo que voy a decir.

Una es muy mediterránea para estas cosas. Eso quiere decir que soy muy visceral, que me muevo mucho por impulsos, que soy más de ¡Anda lo que se me acaba de ocurrir! que de andar haciendo esquemas.

Una conoce el sistema cartesiano de trabajo porque es el que se empeñaron en enseñarle a sus hijos en su cole y que se podría resumir en una serie de preguntas a realizar antes de empezar algo. Esas preguntas se resumen en tres, número cabalístico donde los haya:

  1. ¿Qué es lo que quiero hacer (decir-cocinar-pintar-escribir)?
  2.  ¿Qué es lo que YO SÉ de éso?
  3. ¿Cómo lo quiero hacer?

Estas son las tres preguntas básicas. De ahí sacamos mogollón, pero las fundamentales volverían a ser otras tres: ¿Tengo tiempo? ¿Tengo aptitud? ¿Tengo ganas?

Y todo esto para llegar a la trite conclusión que ni se lo que quiero hacer (la primera) y ando escasita de ganas (la última), con todos los pasos intermedios cumplidos.

Me explico. Este preámbulo viene a consecuencia de un tema recurrente en mis discusiones, conversaciones, diatribas y demás: ¿Qué coj*** es la CULTURA?

El tema trata en general de toda manifestación artística, pero como no quiero que esto se haga muy pesado me he dicho a mi misma: «Mimisma, ligerito, y solo de libros, que te conozco y te enrollas». Así que me voy a limitar a libros y escritores.

Esto es un scriptorium medieval. Allí sentaditos, tan majos y tan calladitos ellos, los monjes se dedicaban a copiar todo lo que se les ponia a tiro de pluma y tinta. Desde los clásicos griegosimages y latinos, hasta lo más reciente (de su época). Tratados de medicina, de derecho, de arquitectura, de teología. Teatro. Narraciones. Todo, todo y todo pasaba por sus manos. Y todo, todo y todo lo guardaban bien guardado. Mucho. Escondido mejor, porque por aquel entonces la CULTURA era algo destinado solamente a aquellas mentes tocadas por la mano de Dios y dotadas de un conocimiento superior que les permitía decidir lo que era «apto» y lo que no era «apto». Esta constumbre de decidir por los demás se prolongó a lo largo del tiempo y llega incluso hasta la actualidad. Ha recibido diversos nombres, desde «censura» a «control de calidad».

Pero los tiempos avanzan y en el siglo XXI el universo WWW pone al alcance de cualquiera lo que a cualquiera le apetezca alcanzar. En imagesla red está todo y todo podemos consultarlo. Desde los clásicos más clásicos, si, las escrituras de aquellos monjes, hasta lo que todavía no se ha publicado, porque andamos muy listos, tanto que el otro día se colgó en tuiter la reseña del último libro de un escritor, lo que provocó la sorpresa (y el enfado monumental) del mismo autor, dado que el libro todavía no había salido a la venta. Que si. Que la informática es más rápida que el pensamiento y luego pasa lo que pasa.

¿Significa eso que como todos tenemos acceso a la cultura somos más cultos? Y yo que sé. Allá cada uno con su formación intelectual y cultural.

Lo que si significa, y a eso voy con tanto rodeo y tanta pamplina, es que ¿quiénes somos nosotros para decidir si una obra literaria es buena o no? ¿Si tiene calidad o no?

Todo esto viene a colocación por el comentario del librito del otro día en el Face , Una semana de invierno. Cosa más tonta, por Dios. De ahí se lió una #nosecómollamarla entre defensores de la CULTURA con mayúsculas y lo vulgarmente conocido como cultura popular (con minúsculas, pobrecita mía que anda muy desprestigiada). «No la puedes comparar con Rosamunde Pilcher» ¿He comparado? «Es una escritura vulgar» Defíneme vulgar, por favor. «El lenguaje y la trama son planos«. ¡Ah! » No aporta nada» ¿Entretenimiento es nada?

¿Cual es la función de la narrativa? (dejo la definición de «libro» porque no tiene nada que ver un tratado científico o filosófico, ni siquiera periodístico o cualquier otro escrito) Contar una historia. Hasta ahí estamos de acuerdo.

¿Cuando es buena la historia? Cuando entretiene al lector. Y de ahí no me apeo. Han sido muchos años de trabajar en bibliotecas (o pululando alredededor de ellas) y con bibliotecarios (y conviviendo con uno) para seguir dándole vueltas a la pelota y ver que, se mire por donde se mire, es redonda.

Pesonalmente me molesta mucho el desprecio con que determinados críticos, blogers, internautas y gente variopinta tratan a lectores que son incapaces de trasegarse un libro entero de, por ejemlo, Salman Rushdie. O de Pamuk. O de García Márquez (los dos últimos son Premios Nóbel, Rushdie no por aquello de que a determinados sectores influyentes de determinada religión no les iba a hacer mucha gracia, pero no por otra cosa).

Podría contar que he visto a dos tipos de lectores llevándose de una biblioteca La pasión turca, de Antonio Gala. El lector que ha querido conocer esa comparación de oriente y occidente elaborada por la sensibilidad extrema del autor, y el que ha buscado el libro después de ver la «peli» porque se le veían las «tetas» (¿se puede decir tetas?) a Ana Belén.

Podría seguir contando casos de lectores muy avezados, preparados y cultos que se han llevado auténticos ladrillos y, camuflado entre ellos, la última novedad de Grisham («Mi hijo, que ahora le ha dado por ahí»).

¿En serio? ¿Tenemos que andar justificando gustos y aficiones?

Que si, que de acuerdo, que leer a escritores mundialmente reconocidos como grandes literatos puede ser muy reconfortante, pero también puede resultar muy, muy pesado (de esta me despellejan)

De la misma forma, también reconozco que las Variaciones Goldberg en determinadas ocasiones suenan maravillosamente y en otras me apetece mucho más bailar una rumbita, o cantar a grito pelado por Camilo Sexto (lo de «vivir así es morir de amor» a plena potencia es un anti-ansiedad maravilloso)

En fin, que la literatura, el cine, la música, el teatro, son elementos primarios de evasión, de distracción. Que lo asumamos, que tampoco pasa nada. Que parece que nos de vergüenza ir al cine a pasar un buen rato con una comedia de amor y lujo y tengamos que sufrir el suplicio de una película rusa, checa o danesa (subtitulada, por favor) para ser eruditos cinematográficos.

Que reclamo mi derecho a pasar una tarde releyendo un libro de Los Cinco, o un Tintín. Y que lo hago, de la misma manera, que a mi voluntad de querer a leer a Murakami o de no soportar a Auster. Es lo que hay.

En fin, termino como he empezado, con otra frase de Mr. Allen en la que vuelve, como era habitual en él, a disparar con mira telescópica contra lo «correcto y adecuado»

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REDES SOCIALES Y LIBROS o la misteriosa recomendación del Señor «Ñ» (Sukkand Island, David Vann)

Hay momentos en mi día a día en los que me declaro adicta confesa a las redes sociales y hay otros en los que abjuro de ellas y prometo solemnemente nunca jamás volver a conectar con NINGUNA.images

Esta claro (para mi) que son medios de comunicación (amigos físicos, virtuales y desconocidos), diversión (el sentido del humor impera con majestuosidad en algunas de ellas) y conocimiento. De los dos primeros, paso en esta entrada por ser conocidos y comentados. Es del tercero del que voy a echar mano para una breve introducción que me lleve al tema.

El conocimiento del que hablo se basa, fundamentalmente, en la capacidad intelectual de los usuarios. Hay claros ejemplos de ello si acudimos a las utilizadas por periodistas, escritores, instituciones públicas y/o privadas o el simple usuario que se nos descubre como una fuente inagotable de ingenio y diversión. Pero (si, amigos míos, siempre hay un «pero») tambien viene bien para darnos a conocer (vuelvo a término «conocimiento» en la más oscura de sus versiones) hasta donde es capaz de llegar la estulticia, la estupidez, la prepotencia y la ignorancia condensadas en uno o varios humanos.

Ej.: El otro día un señor que se denomina a si mismo «youtuber» que, a día de hoy, viene a ser el equivalente a astrofísico, neurocirujano, ingeniero, fiscal o analista de sistemas (para mi esta última profesión mucho más complicada que las mencionadas, ¡donde va a parar!) afirmaba cargado de razones que la tierra era PLANA, argumentando como soporte de tal estupidez, que era lo que él veía y que, por lo tanto, tenía que ser así (resumo mucho porque tampoco se trata de dar publicidad a estas tonterías). El disparate llegó hasta el extremo que el mismo Pedro Duque, astronauta de profesión, viajero en el espacio y, por lo tanto, el único de los «presentes» que podía hablar con conocimiento del medio, le contestara alegando su asombro ante la ignorancia que se podía llegar a manifestar bien andado el S. XXI, amparándose en las RR.SS.

A mi me atizan un «zasca» de ese calibre y me retiro a llorar al cuarto oscuro.

Pues no, el mismo Youtuber le corrigió, aseverando doctamente, que los programas de diseño informático hacen maravillas ¡Con dos cojones! Es como decirle a un ingeniero aeronáutico que, debido a las leyes de la física, es imposible que un avión vuele. Y decirlo lo puedes decir, mantenerlo con argumentos racionales ya es más complicado.

Toda esta introducción viene a cabo por el conocimiento, pero el bueno, el de verdad, el genuíno, que nos viene dado si somos mínimamente selectivos.

De todos es conocido que hay centenerales (o más) de páginas en las que lectores, escritores y aficionados, opinamos sobre nuestras lecturas, lo que facilita a algunos el camino de la elección o deshecho entre los miles de títulos con las que editorales y autores nos ahogan diariamente.

Unas veces nos dejamos llevar por bloggers (a los que se les supone el conocimiento  como a los militares el valor), otros por «amigos» de los que ya sabemos cual es su punto débil y/o fuerte y otras (las menos) por las campañas publicitarias de las editoriales (yo de estas últimas, casi que no).

Pues bien, el otro día quejábame yo de esa angustia vital que me supone la proliferación de libros, series de TV y películas que no te dan un mísero respiro y me hacen acabar como los niños ante el catálogo de juguetes de cualquier centro comercial: Me lo pido, me lo pido, me lo pido… Y, al final, lo queremos todo. Mi queja tuvo como respuesta la recomendación de un tal «Ñ» de una película (Lion) que ya había visto, una serie (Breaking Bad) que tambien y un libro, que no.

downloadEse misterioroso señor «Ñ» me indicó que leyera Sukkwan Island, de David VANN. Busqué información sobre la obra en la red (como no podía ser de otra forma) y encontré varias reseñas que aseveraban que era una gran historia. Una de ellas afirmaba: «El de esta novela es un caso excepcional, uno de esos golpes de fortuna que bien lanzan la carrera de un gran escritor, bien dejan una huella imborrable en el lector » (Revista de Libros) y venía firmada, ni más ni menos que por José María Guelbenzu (uno de mis «ojitos derechos» en el panorama literario nacional). Leído ésto, me lancé como la lectora compulsiva que soy a enfrentarme con esta narración corta (190 páginas en mi dispositivo electrónico).

La cosa va de Jim y Roy, padre e hijo, que se embarcan en una aventura que para el padre va a ser la experiencia defintiva en su vida, en tanto para el hijo, un adolescente californiano, no deja de ser un «algo» por lo que hay que pasar para tener contento a papá. Se trata de pasar un año, si UN AÑO, en una isla abandonada en Alaska, ellos dos solos, sobreviviendo por sus propios medios. Sin electricidad. Sin agua corriente. Una cabaña de madera con dos estancias que tendrán que acondicionar para cuando llegue el frío, que en Alasca suele ser al cabo de media hora, más o menos.

En principio el tema como que no, como que no era «de los míos», como que atracción la justita, pero bueno, vamos a darle una oportunidad a Vann y, por supuesto, al misterioso señor «Ñ», así que  pensado y hecho. Me senté y me dije a mi misma: «Mimisma, este es un libro cortito, dale dos tardes/noches cumpliditas y a otra cosa». Ya. A otra cosa. ¡Y una mie***! (con perdón).

Ya en la tercera página me había convertido en la sombra que convive con Jim y Roy durante esos cortos días y largas noches. Tiritaba con ellos, me exprimía las neuronas pensando cómo diablos iban a solucionar el tema de…, o el de…, o como podrían sobrevivir a…

Vivía en Alaska, saboreaba su salmón ahumado y sentía las corrientes de aire, cada día un poco más frío, que se colaban entre las tablas de madera de las paredes.

Cien páginas de primer capítulo. El resto de la segunda parte. Cien páginas leídas pensando «¡Qué bien se está en casa! con el supermercado en la calle de al lado y la farmacia en la esquina». Cien páginas en las que van pasando cosas que te inducen a pensar. «Ésto tendrá algún final», porque, claro, si Vann se tira cien páginas de primer capítulo será por algo, ¿no?

Pues si.

Lo es.

Fin de capítulo.

Bofetón en toda la cara con la mano abierta.

Ganas de soltar el libro como si te hubira picado un escorpión (afortunadamente soy una persona tranquila y pensé, en cuestión de segundos, ¡No que es un IPad!).

De forma inmediata, lancé una pregunta al : «Ñ» ¿Como pretendes, no ya que duerma esta noche, sino que siga viviendo con este final de capítulo?» Y un escueto «Lo siento» por contestación. Cierto, «Ñ» y cierto también a Don José María Guelbenzu por su crítica, huella imborrable ha dejado. Dudo que pueda recordar este libro sin seguir sobresaltándome con ese final de la primera parte, del primer capítulo.

Y eso, queridos amigos, que ese final, como todo en esta vida, no era otra cosa que el principio de otra lectura sin salir de la novela. Ni mis ojos eran los de antes, ni tampoco mi actitud ante la historia, ni, muchísimo menos, yo misma. Lo cierto es que dejé mi tablet apagada, conecté un sonido de esos de lluvia con truenos lejanos y algo de viento para poder relajarme y dormir y, mal que bien, lo conseguí.

Al día siguiente miraba la funda roja de mi tablet como se mira la puerta de la consulta de un dentista, esperando que pase algo que te impida  entrar, y sabiendo que tienes que enfrentarte a ello. Que no puedes dejar eso ahí. Que tienes que demostrarte a tí misma que puedes. Que igual no es tan malo como imaginas.

JA

Peor.

El segundo capitulo es un viaje a la locura, a la oscuridad, a la desesperación. Es leer con el corazón en el puño izquierdo y el derecho metido en la boca mordiéndote los nudillos (las uñas hace páginas que desaparecieron). Esa segunda parte es enfrentarte a unos párrafos y dejarlo estar. Asimilarlos. Reposar. Saber que no puedes continúar con la lectura sin poner en peligro cosas que crees que controlas.

Es una historia que no te deja relajarte hasta la última página, en la que sueltas el aire que has estado aguantando. Es el momento en el que llega la terrible pregunta ¿Y ahora que leo?¹

Impactante

Sobrecogedora

Terrible

Imborrable.

Gracias Mr. Vann.

Gracias Sr. Guelbenzu.

Grancias misterioso señor «Ñ»

P.d.: Despues de esta experiencia dudo que vuelva a hacerle caso de otra recomendación, usted, como persona inteligente, entenderá la ironía de esta frase

¹ Ni sillita de pensar, ni cuarto oscuro, ni tonterías. Me voy directamente a una historia almibarada de amor, de amistad, de cosas bonitas. Necesito azúcar en vena. Y a ser posible en dosis exageradas.